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martes, 24 de septiembre de 2013

Viaje de ida y vuelta o sólo de ida


A nadie se le hace extraño que el trayecto de vuelta, después de un viaje a un lugar desconocido, sea cual fuere el medio de locomoción, parezca significativamente más corto que el de ida.

Con la vida humana sucede algo parecido: la primera mitad, la ida –hasta los 35-40 años–, parece mucho más larga que la segunda mitad, la vuelta  –de los 40 hasta el final–. Ya no hablemos si el final se produce prematuramente (esto es una quimera puesto que no tendremos sensación alguna de tiempo después de la muerte. Sólo los que quedarán seguirán teniendo sensaciones, pero no serán las nuestras. Las nuestras se habrán diluido junto con nuestro nombre, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras ilusiones. Para nosotros será nada). Pero vamos a suponer que ambas mitades tienen la misma duración, en tiempo real, llamémosle años, y que las vivimos.

La segunda parte de la vida, como digo, nos parecerá muchísimo más corta, aunque los años transcurridos sean los mismos, y siquiera que de la primera parte desechemos los primeros años de vida de los cuales guardamos escasos recuerdos. Veremos el porqué.

El tiempo es una impresión subjetiva. Cuando el cerebro está expectante de su transcurrir, éste se estira como una goma elástica y parece fluir con absoluta parsimonia. Cuando el cerebro se ocupa, se distrae, el tiempo cae inexorablemente casi sin conciencia de que ha pasado. Estoy hablando del tiempo concreto, el que mide los acontecimientos, no el tiempo abstracto que pasa inexorablemente al mismo ritmo independientemente de nuestras sensaciones, y que viene establecido por los relojes de ruedas o  los digitales. El tiempo subjetivo pasa mucho más lento en una esquina esperando a alguien, que inmersos en la lectura de una intrigante novela que hace volar el tiempo.

 En las idas, aunque sepamos los kilómetros que nos separan del lugar de destino, aunque sepamos las horas de vuelo, de navegación o ferrocarril  no conocemos la carretera, ni los paisajes; no sabemos cuándo llegará el siguiente pueblo ni de que nuevas montañas apreciaremos sus cumbres: estaremos pendientes del tiempo para ver que éste se ajusta a nuestras previsiones. Pero, sobre todo, recordaremos por su proximidad los momentos vividos desde que partimos, por insignificantes que éstos fueran; estarán cerca, vivos, serán pasado muy próximo. Nuestro cerebro no se cansa de almacenar nueva información, no solamente de las imágenes, sino también del tiempo, del instante en que se han producido las experiencias. La sensación global es que todo se está desarrollando en el presente, como si éste fuera una goma que se estira a la conveniencia del pensamiento. Es la goma de la que hablaba antes.

El tiempo que almacena nuestro subconsciente está lleno de sensaciones visuales, perceptivas, sentimentales, espirituales o de cualquier otra índole. Lo valioso de un recuerdo no es el objeto  o la acción retenida, sino la sensación percibida a causa de ese objeto, de esa vivencia producida en un lugar y en un momento determinado, en un espacio temporal concreto; como es imposible volver a hacer coincidir lugar y momento, el recuerdo pasa a ser una ilusión irrepetible. 

En el viaje de ida, todas las percepciones son nuevas, y el cerebro las guarda frescas temporalmente en la memoria consciente, aunque el subconsciente vaya captando y guardando muchísimos más datos de los que nuestro consciente es capaz de asimilar. Cuando recordamos estas percepciones, cuando traemos el pasado al presente, vemos que existen muy pocos espacios vacíos en ese pasado: nos parece compacto; recordamos gran parte de su esencia en nuestro seguimiento lógico conceptual. Por ese motivo el cerebro, abrumado de datos, tiene la sensación de que no existe el tiempo, sino sólo acontecimientos y los acontecimientos, al estar supeditados al recuerdo, son mucho más sólidos que el mero tiempo, que resulta una entidad mucho más abstracta. Pero los recuerdos empiezan a perder solidez a partir del momento en que le marcamos al cerebro un nuevo objetivo.

Para el niño, en sus primeros años, todas las experiencias son nuevas, y cualquier recuerdo no es trasladado más allá de unos “instantes” de su presente, lo que le induce a sentir que la vida pasa lentamente, por cuanto no depende del transcurso del tiempo sino de su recuerdo sobre las experiencias vividas y su capacidad de vivir en el presente, sin que exista en su mente asomo alguno de preocupación futura. Cuando se vive en el presente y se tiene consciencia de él, es cuando se alcanza la máxima captación del paso del tiempo, lo que lo ralentiza respecto de nuestra percepción.

A la vuelta del viaje el cerebro se marca otro objetivo; la ida pasa a ser sólo memoria. Mientras el objetivo se mantiene, la ampolla del reloj sigue dejando caer su arena, cuando el objetivo se consigue, el reloj de arena queda en posición horizontal. Estamos gozando del presente, al que estiramos a nuestra conveniencia, puesto que este es el objeto del viaje: la llegada. El tiempo deja de fluir; en estos momentos de presente continuo se enturbia nuestra visión de las cosas lejanas hasta que iniciamos el camino de retorno y le damos la vuelta a la ampolleta.

En su aspecto más prosaico y austero, el cerebro, ha eliminado del consciente toda la información que ha creído superflua, reiterativa e innecesaria: ha optimizado sus recursos, ha guardado sólo sentimientos y sensaciones asociadas a alguna imagen o experiencia, pero ha dejado inmensas lagunas; la información se ha fragmentado.

Si regresamos de un viaje, pongamos, a la Costa Azul, recordamos vívidamente la visita a Grasse, y enseguida la mente nos salta a la visión de las hermosas casas de Cannes, para luego, de repente, situarnos en Aix-en-Provence y, en la misma milésima de segundo, sentarnos en la Place du Forum de Arles contemplando en tiempo real el famoso cuadro de Van Gogh. Bonito viaje, pensamos, y le añadimos las exquisitas comidas, los excelentes vinos y las visitas a algunas residencias de pintores impresionistas y otros lugares de interés. Pero el viaje duró dos semanas, y su recuerdo, sin regodearse en detalles o en largas y fantasiosas ensoñaciones sobre situaciones con incipientes muestras de idealización, no habrá durado más de treinta segundos, quizás un minuto. ¿Dónde está el resto del viaje? El cerebro lo ha reseteado o, más bien, lo ha archivado en las cámaras estancas del subconsciente, a donde ya nunca podremos acceder a no ser por el capricho del propio subconsciente que nos puede presentar cualquier dato oculto –olvidado– de este viaje en el momento en que tenga a bien su caprichoso proceder.

¿Por qué el regreso del viaje parece más rápido? Porque el tiempo fluye a nuestra espalda. El subconsciente sabe cuánto nos falta para llegar al siguiente lugar de referencia. Tiene asimilada la ruta, los tiempos de conducción, las paradas necesarias, etc., gran cantidad de información de la que no disponía en el viaje de ida. La filtración hacia las cavidades del subconsciente junto con la depuración obligatoria que realiza la consciencia, convierte el camino de ida en línea similar a una frase escrita en lenguaje morse, una especie de código de barras horizontal con espacios llenos y, otros muchos, vacíos.

Según avanza la edad las cribas que realiza el cerebro dejan nuestra memoria exclusivamente con lo más importante, con los hitos fundamentales de la vida, con grandes vacíos entre hito e hito.

El conocimiento interiorizado y depurado del viaje de ida, hacen que el viaje de vuelta parezca una exhalación. ¿Dónde está el viaje completo? ¿Por qué el pasado se encoge con tanta facilidad? Simplemente porque el pasado no es nada, no es más que un recuerdo, y el recuerdo depende de la visualización que la mente haga de él.

Al decir que el pasado no es nada, me estoy refiriendo a que se trata de una entidad abstracta e insustancial, pero real en nuestra mente. Tengamos en cuenta que nuestra vida es el conjunto de recuerdos –pasado– más el conjunto de expectativas –futuro–, unidos ambos por un eslabón imaginario y atemporal que es el presente. Pero ninguno de los tres estados es algo en sí, sino que existen en función de que nuestra mente quiera que existan.

El viaje de vuelta es más corto porque se han esponjado los recuerdos de la ida y albergando ahora en el subconsciente las percepciones útiles para la vuelta, por lo que la percepción de pasado, en el presente del regreso, nos parece, sino más etérea, sí más insustancial e intermitente.

 En la vida humana sucede algo similar. Vivimos una primera parte de la vida en la que aprehendemos, conocemos, experimentamos, se forma nuestro carácter y temperamento, pero también se nutre nuestro subconsciente, y en la que los recuerdos son nítidos y numerosos; da la sensación de haber hecho muchas cosas en escaso tiempo. Cuando llegamos a la última porción de la vida, si la fortuna nos ha sido favorable, es cuando al mirar el pasado, al hurgar en este cajón de nadas y sacar escasos recuerdos en comparación con los vividos, al haberse creado mares entre las costas de dos recuerdos cronológicamente consecutivos, al ser capaces de repasar nuestra vida en escasos minutos es cuando nos damos cuenta que el tiempo ha transcurrido alocada e implacablemente. Dicho de otra manera, nuestro presente ha navegado por el filo que forman el pasado y el futuro y nos damos cuenta que el filo del pasado es muchísimo más largo, en cuanto a tiempo, que el filo del futuro, pero que la vida que contiene este largo periodo de pasado es nada en absoluto o, simplemente un recuerdo: la vida, la única que nos queda, sigue estando sobre el filo, entre el largo pasado y el corto futuro, es la atemporalidad del presente, pero es lo único real a que aferrarnos. Al no hacerlo, y dando por bueno que nuestra mente ya no discierne de un amanecer a otro, tal como sí hacía en nuestra juventud, donde no medran experiencias propias de la edad y del espíritu mágicos de antaño, nos anclamos en los vacíos del pasado y la incertidumbre del futuro que, cada día, va convirtiéndose en una quimera.

La capacidad para observar lo corta que ha sido nuestra vida, nos rinde a la evidencia de lo corto que será lo poco que nos queda. Pero el empeño en hurgar entre recuerdos para descubrir buenos momentos a los que aferrarse –piénsese que ya se habrá encargado nuestro cerebro de depurar al máximo los malos–, de buscar imágenes del pasado que hoy no se parecerían en nada a lo recordado, no por el cambio estético, que también, sino porque  lo que recordamos son sentimientos con imagen adjunta; lo que recordamos es la vida que hemos convertido en tiempo, y éste, puede convertirse en vida, pero jamás será la recordada. Si viajamos en otra ocasión a Arles, la imagen será la misma, pero al no serlo el momento estará vacía de sentimientos, quizá no de recuerdos: a esto se le llama nostalgia. Todo esto hace que la percepción del paso del tiempo sea tan veloz que resulta difícilmente asimilable. Pasa como las flechas que nos lanza el destino cuya velocidad nos impide atrapar alguna. A no ser que decidamos pasar de objetivos a arqueros, administradores de nuestro destino en lo que éste se permite de gestión del futuro.

¿Qué debemos hacer? Sin duda, la única forma de afrontar la última etapa de la vida es subirse al lomo del presente y navegar a su velocidad y en la dirección que el viento nos lleve. Aunque manejemos nosotros el timón, el viento a veces sopla y a veces no, a veces nos es favorable y otras nos viene de cara pero, en cualquier caso, la sabiduría alcanzada en el largo trance, nos servirá de rada para fondear al abrigo de nuestra experiencia. El plan B es desesperarse por aquellos momentos que no volverán jamás, y dejar pasar los sorprendentes que quedan por vivir. Vivámoslos como si nos quedara una hora escasa de vida: nos parecerán mucho más largos.

Según decía Schoppenhauer, no sé de donde lo extrajo ni si está científicamente probado, que la sensación de rapidez del paso de un año es inversamente proporcional al número de años que tenemos, es decir, un niño de 5 años tendrá un coeficiente de sensación de 1/5=0,20, y en una persona de 50 años su coeficiente será de 1/50=0,02, lo que implica que para una persona de 50 años el tiempo subjetivo pasa 10 veces más rápido que para un niño de 5 años. Buscaré su rigurosidad, pero a primera vista, no me parece descabellado.

Colau

viernes, 13 de septiembre de 2013

Escuela o casa de los horrores


Detrás de ese rostro angelical, deliciosamente tierno del niño casi recién nacido, sólo existe un ser salvaje en proceso de adaptación. Es pura imaginación la hipótesis de un Mowgli (el niño de la selva) civilizado y cantando con las bestias. Si dejásemos un niño recién nacido en plena selva, aislado completamente de los humanos, lo único que obtendríamos sería un salvaje dispuesto a matarnos para saciar su hambre o defenderse de los peligros que podríamos suponerle.

El ser humano tiene una genética única, una parte es ancestral y hereditaria, pero el resto se desarrolla de acuerdo a vivencias marcadamente medioambientales. Lo primero que el niño siente cuando nace es hambre (deseo, necesidad), no ama a la madre, ni al padre, ni al que le sacó de su feliz ingravidez amniótica, pero se encuentra con gente que lo valora muy por encima de su valor intrínseco, puesto que existen los factores sentimentales, antropológicos y atávicos. A partir de este momento el bebé empieza a aprender, comienza su adaptación al medio en que se desarrollará y, mientras tanto, recibe las primeras lecciones de moral de sus progenitores. Digo moral, porque la educación, la urbanidad, es la primera de las grandes virtudes morales que el niño aprende como humano. No son más que advertencias sobre lo que está prohibido y lo que está permitido, lo bueno y lo malo, el bien y el mal, como se come, hay que dar las gracias, no hay que pegar, etc., lo imprescindible para una primera conversión en ser racional, y forjar un carácter noble y benevolente. No significa, por descontado, y debido a diferentes circunstancias, que todos aprueben esta primera fase, pero deben pasar a la segunda.

Los llevamos a la guardería o a la escuela de educación infantil. Los soltamos de la mano pensando inocentemente que pasan a otras más expertas, la del educador y protector de benjamines: ¡nos equivocamos!, pasan al mundo de la competitividad, la rabia, la envidia, la soberbia, la avaricia, la intransigencia, el egoísmo, etc., –también habrá sentimientos positivos, ¡cómo no!–. No significa que cada infante se convierta en un psicópata, pero deberá lidiar con todos estos sentimientos competitivos que, inevitablemente, irán apareciendo en su interior sin saber de qué se trata. Algunos superan esta segunda fase ilesos incluso reforzados, otros, en cambio, no se acaban de adaptar convenientemente a la convivencia entre iguales, lo que les puede acarrear problemas en el futuro.

El objeto de este pensamiento no es reflexionar sobre los problemas que pueden afectar al niño inadaptado, sino los problemas que éste acarreará, a partir de este momento, a los demás. No a sus padres o hermanos (que también), sino a los otros niños, compañeros de clase, los que por azar caerán en su círculo relacional. Estoy hablando del acoso escolar, de la intimidación (bullying, en inglés). 

El acosador en potencia, es un niño (o niña) acomplejado, resentido, sin la educación y la urbanidad mínimas, que no ha asimilado las reglas básicas de la convivencia y, aunque sea capaz de discernir entre el bien y el mal, le da más satisfacción optar por el mal ya que carece completamente de escrúpulos y de remordimientos. Tenemos a pequeños sicópatas sueltos en una clase de primaria que se irán perfeccionando a medida que avanzan cursos y al llegar a la ESO serán verdaderos Pol Pot escolares. De la misma manera que no me preocupa lo que será de su vida adulta: mediocre en el mejor de los casos, delictiva, o simplemente tranquila y gozosa, porque la justicia natural no premia a los buenos y castiga a los malos. No me preocupa el sentimiento real del acosador, me preocupa el sentimiento del acosado y las secuelas que puede el primero dejar en éste.

En ningún caso el acosador actúa solo. Es importante para él ser observado por gran cantidad de adláteres para reafirmar su liderazgo y juntos, estos últimos cobardemente al amparo del botarate mayor, ejercerán la presión física y psicológica de un verdadero escuadrón de hijos de puta.

¿Quién suele ser la victima? En primer lugar, niños (o niñas) que estén por debajo físicamente de los acosadores, ya que la cobardía de éstos les agudiza la inteligencia para no meterse con quién les puede dar estopa hasta borrarles la cara del DNI. A esta inferioridad se unirán características particulares como timidez, físico peculiar, evidente bondad, personalidad débil, soledad, desarraigo, etc. 

¿Qué hacen los acosadores? Primero de todo, buscar la ocasión menos propicia para ser descubiertos, generalmente en los recreos, salidas de clase, cambios de clase, salidas del comedor, etc. Seguidamente llegan las humillaciones verbales de todo tipo, burlas, amenazas, gritos, mentiras, sometimiento, insultos, etc., y así como va asomando el miedo en la cara del afectado, esto es, como la sangre para el tiburón, los verdugos se enardecen y viéndose arrastrados finalmente al paroxismo de la monstruosidad, inician la agresión física que, por supuesto, no dejará marcas delatoras. Las agresiones se concretan en collejas, capones, puñetazos en los brazos, tirones de oreja, patadas, quitarle o derramarle una bebida, arrebatarle el bocadillo, quitarle cualquier pertenencia y pasársela unos a otros ante las súplicas de la víctima, etc. Se trata de dañar, humillar, degradar, despreciar, oprimir y ofender al desgraciado elegido, sin dejar huella aparente, para poder desmentir cualquier acusación de la víctima. 

¿Cómo debe actuar la víctima? En la actualidad es más fácil que en mis tiempos de estudiante. Ahora, la escuela, los padres y la sociedad en general están muy concienciados de que existe este problema, y con la simple información a los padres de lo que está sucediendo, y la denuncia de éstos a la dirección del colegio o a las autoridades competentes, puede que el problema se solucione. Por tanto, es de extrema importancia que el niño cuente a sus padres lo que está ocurriendo, y todavía más importante que los padres no se tomen la justicia por su mano, que los hay muy brutos, sino que acudan a la escuela y hablen con los responsables. Así y todo, siguen dándose casos gravísimos en los que el afectado, debido a las amenazas, coacciones o pánico a las represalias, se refugian en su miedo sin informar del drama que está viviendo. Como todos sabemos, algún acosado se ha visto finalmente abocado al suicidio. Lástima que estos niños no informaran a tiempo de su situación. El niño no tiene conciencia de que el tiempo pasa inexorablemente y que todo y todos cambian. Claro que para el niño el tiempo pasa mucho más despacio que para los adultos, y la sensación puede ser de que nunca vaya a librarse del acoso, mientras que de cada día mengua la autoestima a la par que va desapareciendo su capacidad de lucha y de aguante psicológico, hasta que lanza la toalla y se rinde.

Lo triste de tomar medidas tan drásticas es que el acoso, con el tiempo, acaba por desaparecer. Ya sea porque los acosadores cambien de víctima, porque éstos maduren positivamente, porque finalicen los estudios en ese colegio (o universidad), porque la dirección del colegio ponga remedio al problema, etc. Incluso en el futuro, los acosadores pueden llegar a ser amigos de los acosados, puede quedar todo en una anécdota (cruel) de juventud. Esto suele ocurrir bastante a menudo. Pero, y las consecuencias psicológicas de la víctima, ¿hasta dónde pueden llegar?, ¿tendrá implicaciones en su vida de adulto? Generalmente no suele ser así, pero es indudable de que hay casos que el carácter del acosado se ve alterado en su edad adulta debido a las humillaciones recibidas en su niñez.

Conozco un caso de hace muchos años, en el que un niño que era objeto de acoso, se refugió en los estudios para devolver la humillación a sus verdugos. Es decir, sabía que su única arma para luchar contra esta carroña era la de superarlos a todos en los resultados escolares. Supongo que a los acosadores les importaba muy poco las notas que pudiera sacar el agredido, pero éste, en su interior, sentía una dulce sensación de venganza al dejar patente su abrumadora victoria en lo que a notas se refiere y, en consecuencia, en cuanto a formación, educación y conocimientos.

En cambio conozco otro, de mucho tiempo atrás, de mi época de estudiante de bachillerato, en que el acosado fue incapaz, por miedo a las represalias, de tomar ninguna acción para afrontar el problema que padecía. El acoso fue decreciendo gradualmente según avanzaban los cursos y nos hacíamos mayores (si a los dieciséis años puede uno considerarse mayor). No hubo secuelas conscientes del sufrimiento padecido, pero en el subconsciente le quedaron arraigados todos los momentos de angustia y terror, lo que no permitió al afectado un desarrollo libre de sus sentimientos. No se atrevió, en muchos años, a viajar a su interior para no enfrentarse a la vergüenza de la impotencia, de la incapacidad de acción, de su torpeza. Se creó una coraza de engreimiento y prepotencia para camuflar sus carencias. Incluso sus relaciones familiares, amistosas y laborales funcionaban bajo el influjo de la inseguridad adquirida. Todo él era una máscara, con una coraza agujereada que no servía más que para sentir un falso sentimiento de seguridad. Le costó años darse cuenta de lo que le estaba ocurriendo, pero cuando se dio cuenta ya había perdido gran parte de lo bueno que había tenido a su alcance, lo que le llevó a tocar fondo y descubrir, al fin, qué le había estado condicionando la vida y la de los que le rodeaban. Dio paso a la acción y se atrevió a visitar su interior y enfrentarse a los fantasmas del pasado, lo que le valió reconciliarse consigo mismo y con los demás, y disponer de otra oportunidad cuya primera se había visto amputada por la tiranía de unos malvados psicópatas infantiles, faltos del primer valor moral que es la educación.

Los ejemplos anteriores demuestran dos formas distintas de afrontar un acoso escolar, la primera es valiente e inteligente, la mejor en ese momento, puesto que en aquellos días la denuncia de un caso de acoso era jocosamente despachado por padres y docentes, con aquello de: “tienes que ser más hombre”. La segunda es cobarde e indigna, aunque mediatizada: no a todos, a cierta edad, se nos han dado las herramientas adecuadas para forjar la vida, y si nos las han proporcionado quizá se hayan olvidado de mostrarnos su funcionamiento.

Pero, ¿qué estoy diciendo?, ¿de qué estoy hablando?, si en realidad, hoy en día, el maltrato y el acoso entre niños, y niñas, ya no es físico, ni siquiera presencial. El acoso escolar, que ya no se puede llamar así puesto que va más allá de la escuela, se produce mediante el teléfono móvil. La mayoría de niños, pongamos, a partir de los diez años tienen móvil, con Whatsapp, por supuesto; y constituyen grupos de chat donde se denigran ociosamente, se insultan, se clavan los cuchillos en lo más hondo de la sensibilidad. Normalmente se meten con quien no está presente o, como he comentado antes, con aquel o aquella que observa ciertas debilidades a los ojos de las alimañas y su verraco mayor. Tengo transcritas conversaciones que avergonzarían a cualquier padre, madre, profesor o al mismísimo Pol Pot (reitero). No se hacen más daño porque la mayoría están hechos de la misma calaña, la que les hemos inculcado nosotros. Da tanto anonimato el teléfono (a ojos del acosador) que, hasta se atreven a llamar a los padres del niño (con número oculto los muy incautos) y decirles: su hijo o hija es un ‘hijoputa’, para demostrar que se es muy macho o ‘macha’ y que se es capaz de demostrar al rebaño que los padres del acosado no son un problema. Todo esto sonará a ciencia ficción para los que tienen los hijos mayores, pero os aseguro que este sistema de comunicación impersonal, y parece que exento de responsabilidad, es un sustituto mejorado de la tortura que os acabo de detallar al principio. ¿Qué hay que hacer? Fácil. Transcribir la totalidad del chat y poner una denuncia a la policía, y que cada pariente aguante a sus vástagos y sus consecuencias, que también algo tendrán que ver ellos en su educación. Quizás no deba ser la primera alternativa, pero siempre cabe.

En cualquier caso, nunca intentar resolverlo por uno mismo. Dar cuenta inmediatamente de lo que sucede a los padres y profesores puede solucionar el problema. Con los sistemas actuales de comunicación, los tiranos, pero niños al fin y al cabo, no se dan cuenta de que dejan registradas pruebas una detrás de otra y que pueden ser utilizadas para poner una denuncia o, simplemente, ser entregadas a los educadores. En los sistemas convencionales no hay que dudarlo, hay que informar a padres y tutores y profesores: la palabra chivato o delator, cuando se trata de acoso, únicamente tienen connotaciones positivas. Callarse una agresión sólo beneficia al agresor, y si se le acusa sólo perjudica al agresor.

Leer los chats de los hijos no es meterse en su intimidad, o mejor dicho, sí: ¡Educar a los hijos es meterse en su intimidad todos los días y sembrar en ella los mejores hábitos! Si en su intimidad caben chats ofensivos, probablemente acabará campando la violencia, la intransigencia y el egoísmo, sólo por nombrar tres cualidades que poseen de nacimiento: la educación consiste en cambiarlas por amor, comprensión y generosidad. Hemos sacralizado tanto el tema de la intimidad, es tan tabú, tan políticamente correcto respetarla que, cuando nos damos cuenta, la intimidad de nuestro hijo es una caja de Pandora que al abrirse arrastra al niño, a sus padres y a todo el entorno a  la más turbulenta de las zozobras.

Librar al niño o alumno de un carácter inadecuado para la convivencia y permitirle, no sin otros esfuerzos, vivir una vida de la que pueda sentirse orgulloso, es la obligación de padres y educadores: ellos son el futuro de esta sociedad. 

Colau