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domingo, 27 de octubre de 2013

Un derecho para el oído



Los pensamientos son propiedad única del sujeto pensante. Son la propia intimidad, el universo individual. Preservado tan sabiamente por la misma naturaleza que no existe manera de invadir la bodega de esta nave cuasi estanca. Y digo cuasi, porque este almacén de secretos íntimos que son nuestras experiencias, pensamientos, reflexiones, opiniones, emociones, sentimientos, deseos, conocimientos, valores, principios y el resto de la riqueza vital e intelectual, está fortificada en nuestro cerebro. Pero existe un riesgo. Podemos dejar de ser propietarios de lo nuestro, podemos, como cuando publicamos una foto en Facebook, perder completamente el control de lo privado. La palabra es una de las dos espitas por la que, lo que ha sido nuestro, única y exclusivamente nuestro, pueda escapar y se convierta en público, como una confidencia hecha sin saber que en el móvil, sin cortar la comunicación, sigue escuchando la persona con la que acababas de hablar y la cual es el sujeto de la indiscreción. La otra, es la escritura, todavía peor que la palabra, puesto que aquella, como aire que es, es etérea, inasible, vaporosa y siempre sutil y frágil: matizable; la escritura es estable, sólida, resistente, y no es biodegradable, puesto que deja su impronta de tal forma que no da pie a la especulación.

Las palabras, habladas o escritas, son delaciones de la intimidad. Mediante la palabra, lo nuestro deja de ser solo nuestro, para ser también del interlocutor. Y, si bien, nosotros somos esclavos de nuestras palabras, no lo es menos el que las ha escuchado. ¿Por qué tenemos que escuchar a amigos, parejas, confidentes, intrigantes, participándonos algo que nos obliga, que nos violenta, que nos hace cómplices del otro, sin quererlo ni preguntarlo? El problema no es solamente transmitir información, es hacernos cómplices de ella sin que lo hayamos pedido. No podemos olvidar lo que hemos escuchado, nos convertimos necesariamente en esclavos de ello. Podemos obviarlo, apartarlo de nuestra realidad, pero lo sabemos, y lo sabemos sin necesidad de saberlo. «Las cosas no acaban de existir hasta que se las nombra» (Javier Marías. Tu rostro mañana)

¿Significa esto que no somos libres de decir lo que queramos decir? Efectivamente, no lo somos, puesto que el interlocutor debe estar de acuerdo en ser receptor de nuestras palabras. Lo que conocemos nos puede afectar para siempre, puede implicarnos emocionalmente sin necesidad, puede ponernos en peligro. Históricamente se ha hablado de la libertad de expresión como la que dispone un ciudadano para poder expresar libremente sus opiniones. Pero, ¿y la libertad del oyente? ¿Quién ha pugnado alguna vez por esta libertad? No es lo mismo encender el aparato de radio y escuchar las noticias, cosa que hacemos con plena consciencia y dispuestos a encajar cualquier salvajada que se comente —o no lo hacemos, porque actuamos con libertad—, que estar en nuestro puesto de trabajo, o en nuestra casa y escuchar, por el simple volumen de su conversación o el empeño del confidente, afirmaciones, negaciones, súplicas, exigencias, amenazas, indiscreciones, delaciones o cualquier otra información que nos subyugue. Debemos aceptar al amigo, conocido o pariente que nos cuenta, con complicidad gratuita, desvaríos ajenos que pasan a ser nuestros sin oportunidad de taparnos los oídos. El tema se agrava cuando la información recibida es sesgada o parcial, pues ninguna información incompleta puede albergar verdad alguna.

La palabra hablada compromete, la palabra escrita exige y obliga, la palabra escuchada esclaviza. Si somos libres para opinar, debemos ser libres para no escuchar. No somos esclavos de lo que decimos, como afirma el refrán, somos esclavos de lo que escuchamos. Lo que decimos, si lo hacemos libremente, sin violencia, nos compromete, pero a la vez nos libera por el hecho de hacer partícipe a otro de nuestras tribulaciones.

No quiero saber lo que no quiero escuchar, pero me condena cualquier comentario perdido a través de una ventana, o en la mesa vecina de un bar o un whatsApp: ¡Cómo invaden nuestra intimidad las nuevas tecnologías!

Tenemos derecho a opinar, libertad de pensamiento, incluso de expresión, pero todos tenemos el mismo derecho a no escuchar las opiniones de los demás ni ser partícipes de ellas. Reclamo un derecho para mis oídos y mis ojos, los mismos que tienen concedidos la voz y la escritura.

 Es cierto que el 99% de información es inocua, pero ¿y el 1% restante?

Colau

1 comentario:

  1. NOMÉS UN 1%? QUÉ BENÈVOL ETS?
    PERSONALMENT, ME SENT MÉS AGRAVIADA PER LO QUE "HE" D'ESCOLTAR, QUE PENEDIDA DE LO QUE HE DIT.
    TE VESSA SA RAÓ MiCLU ! PERÒ, COM HO PODEM EVITAR? HEM DE DUR TAPS PER A SES ORELLES DINS ES BOLSO? PER SI UN CAS?
    O A SA MÀ? PER A ELS IMPREVISTS?
    BISUS françaises.

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