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sábado, 21 de junio de 2014

Experimento ético



Experimento ético.


Cuando empezaba a escribir este post se me ha ocurrido que, en lugar de contaros algo más o menos curioso, interesante o tedioso, tal como viene siendo habitual, podría plantearos un dilema para que reflexionaseis vosotros mismos, tanto si tenéis costumbre como si no. Los temas que voy a proponeros son obra una muy famosa filósofa británica, ya fallecida, cuya obra puede que conozcáis, se trata de Philippa Foot (1920-2010). Como buena filósofa, planteó varios experimentos mentales, entre los cuales hoy me gustaría plantearos uno y considerarlo desde tres situaciones diferentes. Tened en cuenta que Philippa era especialista en ética —pionera en los estudios sobre la ética de la virtud—, lo que os puede hacer suponer que dicho experimento plantea, sin duda, un tema ético. Disculpadme si salgo ligeramente del enunciado exacto del experimento de Philippa, pero creo que es una buena idea adaptarlo someramente al momento actual y que sirva de entretenimiento para todos. Muchos habréis oído hablar de estas teóricas situaciones, pero esto no supone ningún inconveniente puesto que siempre es motivador recordarlo, cuando menos para comparar los razonamientos que se hicieron en su momento con los actuales y apercibirse de la evolución de nuestras “firmezas” morales. Puede ser un buen argumento para pensar y cambiar puntos de vista con nuestra pareja, con nuestros hijos o con los amigos, y de paso compartir una actividad que no suele ser muy habitual: reflexionar, argumentar, contrargumentar, en esencia, razonar. No se acepta: “—Yo opino esto… Y ya está”. No. Es necesario fundamentar la opinión en una base lógica y racional, o sea, la vuestra, la que os hace únicos. Esta es la función del experimento.


            Philippa plantea la siguiente situación: mientras damos un paseo, vemos un tren descontrolado que se dirige a toda velocidad hacia cinco senderistas que circulan sobre la vía que creen en desuso. El conductor está inconsciente, posiblemente debido a un ataque al corazón o cualquier otro motivo que le haya provocado un desvanecimiento severo. El tema es que el tren los va a atropellar sin esperanza alguna de salvación para ninguno de ellos. Pero hete aquí que unos metros antes de los senderistas hay una bifurcación de la vía y que podemos activar desde una palanca que precisamente tenemos a nuestro lado para que el tren haga un cambio de vía. El problema es que en la otra vía a la que podríamos desviar el tren, pasea tranquilamente otro senderista solitario, ajeno a cualquier peligro. Bueno, en realidad todos son ajenos al peligro a excepción de nosotros que somos los únicos que observamos la situación y que tenemos la palanca a mano para decir si el tren debe seguir y matar a los cinco caminantes o bien accionar la palanca para que solo mate a uno. ¿Qué haría cada uno de vosotros en este caso? ¿Accionaría la palanca para que solo falleciera una persona o se abstendría de tocar nada y fallecerían cinco?
            Bien, esta es la primera de las tres cuestiones que voy a proponer. Pensad que todas las posibilidades pueden ser válidas según el punto de vista de cada uno. Se trata de encontrar y argumentar la mejor.
            Vamos a suponer ahora que ese tren descontrolado se dirige hacia los cinco senderistas, pero no existe la posibilidad de bifurcación. Solo hay una solución y la tenemos cerca, por lo que también depende de nosotros. En este caso permanecemos sobre un puente, situado entre el tren  y los excursionistas y  sobre la vertical de la vía. Tenemos a un hombre gordo a nuestro lado disfrutando del horizonte, que está de pie sobre una trampilla que se abre con una palanca a la que tenemos acceso —igual que la del caso anterior—, que de abrirse hará que el hombre gordo caiga justo encima de la vía, y, al quedar atrapado bajo las ruedas del tren este se irá deteniendo dando la posibilidad a que los cinco senderistas se salven. No cabe decir cómo quedará el hombre gordo.
            Estamos en el mismo caso anterior, tenemos en nuestras manos la decisión de que mueran cinco personas o que solo muera una, pero las circunstancias parecen algo diferentes. ¿Qué creéis que sería lo más adecuado en esta situación? ¿Accionar la palanca y sacrificar al hombre gordo o no hacer nada y sacrificar a los cinco paseantes?
Bueno, ahora vamos a manipular la tramoya para cambiar de escenario y olvidar los trenes para acomodarnos en la sala de urgencias de un hospital donde hay un hombre que requiere un trasplante de corazón urgentemente, puesto que en su defecto fallecerá en cuestión de horas. Por otra parte, una mujer necesita que le sea trasplantado el hígado inmediatamente, ya le ha dejado de funcionar y su muerte es casi inminente. A su lado, un niño ha perdido la funcionalidad del único riñón que le queda y si no llega uno para serle trasplantado enseguida, morirá irremisiblemente (siempre se muere irremisiblemente). En un rincón, una mujer, todavía joven, necesita unos pulmones nuevos puesto que los suyos han sido consumidos por un cáncer inmisericorde. Finalmente un hombre está esperando la llegada de un páncreas puesto que el suyo ha dimitido y su tiempo se acaba. Recapitulando, estamos en una sala de urgencias con cinco moribundos cuya única oportunidad de subsistir es que lleguen los órganos que necesitan, pero no llegarán. En un momento determinado, entra en la sala de urgencias un hombre o una mujer con una salud envidiable, de una edad que todavía no ha llegado a la madurez pero que se despide de la juventud, etc. En este caso vamos a ponernos en lugar del director del hospital, y nos planteamos el dilema siguiente: van a morir cinco personas si no hacemos algo rápido. Existe la posibilidad de coger a la persona sana que acaba de entrar, extirparle todos los órganos, trasplantarlos a los enfermos y, de esta manera, salvar a cinco personas en detrimento, de una sola. En realidad se trata del mismo caso que los anteriores ¿o no? ¿Sacrificar a uno en beneficio de cinco? A vuestra razón encomiendo el dilema por si creéis oportuno dedicarle unos minutos.
             
            Como veis los tres casos son muy parecidos, pero también algo hay que los hace diferentes, o no. Quizás sirva la misma respuesta para los tres, quizás no. Quizás haya que matizar mucho, pero no os andéis por las ramas, no adhiráis otros factores que los concisamente expuestos. Es decir, trabajad única y exclusivamente con los datos aportados. ¿Cuáles serían vuestras conclusiones?
            Si alguien quiere compartirlas con todos nosotros, serán extraordinariamente bien recibidas como comentarios al post y, a buen seguro, muy ilustrativas.

             He de deciros que existen experiencias históricas, reales (por eso son históricas) en los que se dio una u otra alternativa, en ambos casos fueron consideradas las más convenientes en ese momento. Si alguien está interesado en conocerlas, no tiene más que decírmelo. (No las expongo para no influir en vuestra reflexión).

           ¡Ah! Se me olvidaba. Antes de pasaros la patata caliente a vosotros yo ya lo he meditado largamente y os voy a dar mi opinión, y espero que no os influya, entre otras cosas porque no es más que una opinión como cualquier otra, con mis fundamentos, pero tan válidos como lo serán los vuestros. Es esta: “yo, en ninguno de los tres casos jugaría a ser Dios”.

Colau

martes, 10 de junio de 2014

Nos vigilan, y eso nos gusta.



Nos vigilan, y eso nos gusta.

El londinense Jeremy Bentham (1748-1832), fue, además de un niño prodigio, un prestigioso abogado y sobre todo eminente pensador. Como tal, muy pronto cuestionó el sistema de educación británico y fue muy crítico con el sistema jurídico. El cuestionamiento de la situación intelectual, la reflexión y el análisis sobre los métodos y necesidades de la sociedad británica, le llevo a desarrollar una teoría de cómo se debería vivir. Esta teoría, es conocida como utilitarismo o “el Principio de la Mayor Felicidad”. Consiste en la idea de que lo correcto es aquello que te produzca mayor felicidad. La felicidad es placer y ausencia de dolor. Más placer, o mayor cantidad de placer que dolor, significa mayor felicidad. Incluso estableció un método para calcular la felicidad denominado “Felicific Calculus”. Su obra cumbre fue Introducción a los principios de moral y legislación (1789).
Sirva lo anterior a modo de presentación formal de un gran hombre preocupado por la felicidad y por el sistema de legislativo de su época. Pero lo que nos ha remitido hasta estos lares es la vigilancia, y hacia ella nos dirigimos raudos.
Pues resulta que si visitamos la University College de Londres nos encontraremos a este señor, o lo que queda de él, en una vitrina de cristal. Está sentado, con la mirada al frente y su bastón favorito sobre las rodillas, al que apodó “Dapple” —“Rucio” para los españoles, puesto que así es como se dirige Sancho Panza a su asno. En realidad no es un nombre sino el color del asno (blanquecino, canoso), y Dapple es el nombre que figura en la traducción del Quijote al inglés, que significa poco más o menos lo mismo—. Bentham llamaba a su cuerpo “autoicono”, y pensaba que al morir este sería mejor monumento conmemorativo que una estatua, y así mandó que fuera, y así es. Nunca sabremos si esta decisión es de tendencia expositiva o inquisitiva; no sabemos si deseaba ser visto y contemplado toda la eternidad o en cambio era él el que deseaba ver y vigilar forever. Quizás de otro hombre cualquiera no pensaríamos en esta última opción, pero hete aquí que en una demostración de practicidad de sus ideas, diseñó una cárcel circular, conocida como “el panóptico”, el panóptico de Benthan, claro está. Él la describió como “una máquina para volver honestos a los granujas” —que bella palabra “granuja”—. En síntesis, no era más que una cárcel redonda, de varias alturas, con todas las celdas expuestas a un patio interior en cuyo centro había una torre, desde la cual permitía a unos cuantos guardias vigilar un gran número de prisioneros sin que ellos supieran si estaban siendo observados o no —todavía se utiliza hoy en algunas prisiones modernas—.
La sociedad actual, es decir nosotros, contribuimos a nuestra exposición, nos exponemos constantemente. Las redes sociales se han convertido en el panóptico digital, y tiene la particularidad, a diferencia del de Bentham, que todos colaboramos de manera activa en su construcción y conservación, en cuanto nos exhibimos y mostramos voluntariamente. Al mismo tiempo los guardias nos vigilan constantemente sin darnos cuenta, ahora se les llama “Spyware” —y otros ware’s tan impúdicos como deshonestos—. Nosotros formamos parte de una sociedad de control donde nos exponemos, no por coacción externa, sino por la necesidad que tenemos de ello, por haber renunciado a nuestra esfera privada e íntima y haber cedido a la necesidad de exhibirnos sin vergüenza ni pudor. Y nos basamos en la democratización de la vigilancia, o sea, quedar expuestos al escrutinio ajeno siempre que dispongamos de la posibilidad de que las impudicias de los demás estén a nuestro alcance.
            ¿Significa esta exposición que todos estamos más cerca los unos de los otros, que nos conocemos mejor y nos tenemos mayor confianza, lo que implica unas relaciones humanas más maduras y la certeza de una convivencia en armonía y colaboración? ¿Significa que nuestra reafirmación en la sociedad se basa en formar parte de cientos de bases de datos clasificadas por características físicas, gustos, aficiones, ideas políticas, religiosas, etc., que servirán para, en el mejor de los casos, someternos a la tentación del consumo?
            El utilitarismo de Bentham y su idea de conseguir lo que nos produzca mayor felicidad, ha abierto los ojos al capitalismo en cuanto a máquina de crear deseos y necesidades. Si colmamos nuestras necesidades seremos felices… Todos sabemos que “colmado el deseo, viva el deseo”, nace inmediatamente otro, y así hasta la más estúpida sinrazón. Pero, ¿qué es lo que ha convertido en deseo la exposición íntima y la necesaria reciprocidad?  Probablemente las artes del mercado rigen también en el comportamiento humano. Queremos ser deseados, por eso nos exponemos en toda nuestra desnudez, queremos compararnos, por eso nos interesa la exposición ajena. Queremos vender, nuestro cuerpo, nuestro intelecto, nuestra vida paso a paso, y siempre hay una cohorte de voyeurs dispuestos a atender al estado de nuestro uñero.
            La exageración de la vigilancia, en este caso sin exposición voluntaria, se dio en el Concello de Poio, en la provincia de Pontevedra, donde una patrulla de la policía municipal, por la noche —nocturnidad—, en un coche camuflado —alevosía, decidieron situarse en un lugar estratégico para hacer caja a cuenta de conductores que superasen el límite de velocidad —premeditación—. La cuestión es que los vigilantes no tenían previsto ser reconocidos, o sea, lo habitual, ver sin ser visto y multa por exceso de velocidad. Pero a esos guardias no les gustó ser reconocidos, pasar de vigilantes a mera exposición. Según parece, ningún vehículo superó la velocidad permitida, pero los conductores sí se dieron cuenta de que el automóvil estacionado era  un radar camuflado, con una cámara de fotografiar sospechosamente instalada, etc., etc. Al percatarse del vehículo, los automovilistas se quedaban unos segundos mirándolo, lo que hacía que los conductores giraran progresivamente la cabeza a medida que pasaban por delante del “vigilante secreto”. Pues parece ser que eso de no poder pescar a nadie y ser descubiertos, se convirtió en agravio para los policías que, en lugar de retirarse a cocheras con la cesta vacía, se aplicaron en multar a los conductores, con 100€ del ala, por la infracción de “girar la cabeza más de 45 grados” —según interpretación sui géneris del artículo 18.1 del Código de Circulación—. La estulticia no es privativa de los policías, es una actitud generalizada. El acecho y la vigilancia se prostituye cuando se rige por la infinita estupidez humana, que por defecto solemos subestimar.
La exposición es un acto de libertad cuyo único valor añadido es el de cosificarse uno mismo; la vigilancia es una oquedad irracional sujeta a la imposibilidad de conocerse, siquiera de verse.
Por cierto, el exceso de exposición también puede lastimar al observado. Recordemos esos cientos, miles de ciudadanos que, aderezados con green t-shirts, como diría Bentham, siguen reivindicando su postura frente a acciones gubernamentales de ámbito regional, y para que sus reivindicaciones no caigan en el olvido siguen exponiéndose día tras día a la ciudadanía y al propio Gobierno, procurando ser vistos y tenidos en cuenta sin convertirse en una imagen obscena. Bien, pues esta exposición molesta, y de qué manera, a multitud de observadores, Gobierno incluido. Lo mismo nos ocurrió al editor Román Piña Valls y a mí, que al conocer las maniobras de los insignes cerebros del Concello de Poio, nos entraron unas irrefrenables ganas de celebrar virtualmente su muerte. Yo levanto la copa por ello. Es curioso como vigilan los profesionales, a Román no se le escapó que esos guardias vestían de verde —ya lo publicó en su sección “En Vena”, El Mundo, veinte de Mayo—, a mí se me había pasado por alto: sin duda soy de un mirar deficiente.
Después de todo, quiero expresar mis más sólidas reticencias a la exposición pública, incluso a la sobreexposición privada. Por eso, permitidme que me alinee con el escritor y dramaturgo austríaco Peter Handke, cuando dice: “Vivo de aquello que los otros no saben de mí”.

Colau