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viernes, 29 de agosto de 2014

En lo bueno, pero no en lo malo



En lo bueno, pero no en lo malo.

La vida está llena de enemigos. El más peligroso de todos ellos es uno mismo, puesto que nadie sabe tanto de nosotros, y de manera tan confusa, a veces, como nosotros mismos. Lo que nos puede ocasionar el peor de los reveses vitales, sobre todo si interpretamos erróneamente los indicadores internos. El segundo en peligrosidad es la pareja: vivir con alguien proporciona mucha información de cómo hacer desgraciada a esa persona. Actitud que nadie duda en poner en práctica en caso de necesidad, o de arrebato. El enemigo, tercero en el ranking, son tus amigos o amigas. No todos, solo aquellos que te quieren bien, tanto que te dicen la verdad, la suya, aunque no se la pidas, por tu propio bien y por su desinteresado altruismo: esta falda te cae mal…, has engordado un pelín…, esta chica no te conviene en absoluto… ¿Y a ti qué te importa? Queridísimo imbécil —o en femenino—. Ya dije en otro post que “las palabras son delaciones de la intimidad”, y añadí: “No podemos olvidar lo que hemos escuchado, nos convertimos necesariamente en esclavos de ello. Podemos obviarlo, apartarlo de nuestra realidad, pero lo sabemos, y lo sabemos sin necesidad de saberlo”. Continuamos —continuons—. Ahora algunos pensarán que el cuarto enemigo es la familia, propia o política. Puede serlo. Pero no por definición. Los tuyos te quieren y creen hacer lo mejor en cada momento: simplemente, a veces se equivocan o viven su generación, pero existe buena fe evidente. La familia política lo único que quiere es el bien de su vástago y tú les resultas indiferente mientras no dañes al de su sangre. Yo no veo enemigos por ese lado. Cuando menos, enemigos de envergadura. Salvo casos de incompatibilidad de caracteres de “idiótica” intransigencia.
Para ser original, voy a detenerme en la peligrosidad de la pareja. “En lo bueno, pero no en lo malo”. La fórmula del enlace matrimonial debería ser algo como: “¿Prometes amarlo o amarla en las alegrías y en los goces, en la salud y el bienestar, en las cenas y juergas con los amigos, en los momentos en que el alcohol enajene tus sentidos, durante los viajes, en todos aquellos momentos en que te sientas dichoso o dichosa, y prometes hacerle o hacerla reír todos los días de vuestra convivencia?”. Sí, quiero. La fórmula actual está obsoleta porque no tiene en cuenta la ley de economía del rendimiento decreciente, por la cual “a mayor frecuencia de un suceso, menos valor se le atribuye”. Extrapolado a la pareja implica que cuanto más uso haces de esta, más enteros baja el valor que le otorgabas, o te otorgaba. Solo hay un viernes por la noche y un sábado, el resto, para muchos, es pura rutina. Y esto, aburre. ¡Mal de males, el aburrimiento!
Un problema grave se produce cuando solo un miembro intenta defender la relación. Pero, claro, hay que tener en cuenta que si solo aporta uno a la cuenta conjunta de la relación y, en cambio, gastan los dos, los fondos de la relación finalmente se agotan. Cuando se llega a este punto ¿qué sería lo lógico? Pues buscar el mejor camino, no el más cómodo. Para empezar, sería lógico intentar revitalizar la relación. Averiguar si la relación está muerta o si los muertos somos nosotros. Analizar si los problemas que la afectan son coyunturales o estructurales. En cualquiera de los casos, se pueden tomar medidas para reconstruir una relación o, como se dice ahora, reinventarla. Conseguirlo, como decía Maquiavelo: “La fortuna es el árbitro de la mitad de nuestros actos, pero nos permite controlar la otra mitad”, es cuestión de gestionar esa mitad que está en nuestras manos.
El mayor problema es la comodidad y el desinterés por la lucha. Estamos acostumbrados a sustituir los enseres que se rompen por otros nuevos, sin hacer nada por repararlos —pura comodidad—. Nos creemos que las formas de energía se limitan a la nuclear, la química, la biológica, las renovables, etc., pero nos olvidamos de las que genera el ser humano: la energía emocional y la energía intelectual. ¿Cuán cargados estamos de estas energías? Poca cosa, pues no se venden, y nuestro cerebro debe trabajar para crearlas. Para remediar todos los problemas que afectan a las relaciones, debemos hacer uso de estas energías. Si no reponemos periódicamente el depósito, puede que esté vacío cuando más lo necesitemos.
Recordemos un par de fórmulas básicas a tener en cuenta para una relación saludable. En primer lugar el equilibrio de fuerzas entre los componentes de la pareja. Ya lo dijo Hobbes: “El equilibrio de las fuerzas es la clave de una relación pacífica y satisfactoria”. Si existe preponderancia de uno sobre el otro, el resultado será calamitoso si el otro no transige, y si transige será igualmente calamitoso. En segundo lugar el respeto. Aquí utilizaré a Kant: “Hay que tratar al prójimo como un fin en sí mismo, no como un medio para nuestro fin”. Amar también es darse, es respetar la esencia de cada uno. Es difícil mantener una relación en la que queremos modelar a nuestra pareja como si de una escultura se tratara, solo a nuestro gusto. En tercer y último lugar, dejar claro que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Lo que parece indicar que, bien redirigida, una relación tormentosa siempre tiene solución, no así la que nos trae al pairo.
Finalmente quiero hacer referencia a una cuestión que hace tiempo vengo observando. Cada año en España se rompen varios millones de parejas, aunque oficialmente, y teniendo en cuenta solo los que han formalizado documentalmente su relación, son cerca de 110.000. Se llegaron a las 150.000 rupturas anuales justo antes del inicio de la crisis. Cuando hablo de millones, añado a la cifra del INE todos aquellos noviazgos  sin papeles, con el simple contrato verbal explícito del ¿quieres salir con migo? Sí. O implícito, de llegar a una vida en común sin haberse planteado la cuestión en ningún momento. Bien, tanto si hay contrato escrito como si no, estamos ante contratos de arrendamiento. Contratos que esperamos nos garanticen la “felicidad”. Cuando no colman nuestras expectativas, cambiamos de casa. Como no la hemos comprado, es fácil deshacerse de ella. Como el lugar que ocupan las relaciones de pareja en nuestra escala de valores es variable, y suele oscilar entre el tercer y cuarto puesto, no nos importa romper los contratos de cualquier índole. Porque hemos venido a este mundo para ser felices, y parece que si algo lo impide debemos cambiarlo. Los grados de compromiso son ciertamente frágiles. Pero la lotería solo toca cuando trabajas lo suficiente para que así sea.
Quizás algún día vuelvan las relaciones con expectativas de “toda la vida”, y el principio humano de luchar por ello. Aún a sabiendas de que el camino es largo y cíclico, que de la plenitud del sol de mediodía se tiende al ocaso, a la noche del desmontaje, limpieza, reparación y montaje de la nueva pareja —a lo que se le llama “ciclo de cambio adaptativo”—, hasta que el alba nos demuestra que la firme convicción moral de agotar todas las posibilidades para defender el proyecto de vida que se suponía “eterna”, ha dado sus frutos y pronto volverá a resplandecer en su zenit, no la misma, sino otra nueva renacida, pero con la memoria acumulada de todas las anteriores, lo que se llama “resiliencia”, donde se halla la inteligencia específica de lo vivo, de lo que es capaz de aprender de la experiencia. Esta será la lotería que, de manera efímera, nos puede tocar después de una ardua puesta a punto de la relación para pasar la ITP (Inspección Técnica de Parejas).

Colau


P. S.: La satisfacción de cada mañana, sea el día que sea, de tomar conciencia de la existencia del otro, y pensar que solo por ello vale la pena levantarse, es la inequívoca señal de que la ITP ha sido superada en varias ocasiones. A esa sensación se llega después de muchos ciclos regenerativos…, de celoso mantenimiento del contrato a largo plazo.
Como dice Colau, quien me ha pedido que escriba este post: “La pareja es un proyecto de vida, no un proyecto de ocio”.

lunes, 18 de agosto de 2014

Preadolescentes y adolescentes: un nuevo ser humano




Preadolescentes y adolescentes: un nuevo ser humano.

Estamos en época de vacaciones escolares. Eso significa que después de los correspondientes campamentos, campus, cursillos, etc., nuestros hijos e hijas preadolescentes y adolescentes —para abreviar, simplemente adolescentes—, vuelven a casa y aquí “no hay quien los aguante”. Suele echarse la culpa a los abuelos que los “malcrían”; a ellos que no saben divertirse solos y cuando están en casa “se aburren”; o porque se convierten en “unos ojos a un ordenador pegados”[1], ya sea un PC, un MAC, una Tablet, una Play o un Smartphone. Se ensimisman profundamente con estos artefactos, juguetes, maquinitas, gadgets: no sé muy bien como calificarlos. Lo que provoca que la mayoría de adolescentes se tomen con cierta dosis de laxitud cualquier requerimiento personal o social que para los padres fue, ha sido, y es de extrema importancia. Me refiero al orden, al aseo, al repaso de ciertas asignaturas, a la colaboración doméstica, a la distribución racional del tiempo, a la interacción con los padres, familiares, amigos o amigas, etc. Las deficiencias que se producen en cualquiera de estos temas, o cualquier otra acción del menor que no se corresponda con la que consideramos óptima, son motivo de discusión y desavenencia. Las consecuencias que se suelen sacar, durante y después del verano, es que nos estamos equivocando en la educación; que debemos ser más exigentes; que no tenemos que complacer sus peticiones de manera que les resulte tan fácil colmar sus deseos; que debemos exigir contraprestaciones, y un largo etcétera de equivocaciones, de interpretaciones erróneas. Hacemos gala de un evidente desconocimiento de que el ser humano, en estas últimas generaciones, está sufriendo unos cambios tan grandes que sería más ajustado llamarles mutaciones: es el nacimiento del nuevo sujeto, el que escribe más rápido con dos pulgares sin ir a una academia de aprendizaje que nosotros con diez dedos después de meses de asdf jklñ.
El objetivo e ilusión de cualquier progenitor es que sus hijos sean como ellos, pero mejorados. Más inteligentes, más listos, más estudiosos, más responsables, más educados…, más felices. Es decir, nosotros pero sin nuestros defectos. Pensando en su bien, para que afronten con garantías de éxito la terrible competencia laboral que se encontrarán. Si eres mejor que otros tendrás más facilidad de entrar en el mercado laboral y disponer de unos ingresos que se irán tontamente con unos deseos inoculados por los que manejan los requerimientos sociales. En consecuencia, criamos a adolescentes para que conviertan en mierda celestial lo que nosotros hemos convertido en simple mierda. Y no echéis a correr que me explico.
Echad un vistazo a vuestro alrededor. Nosotros, con nuestra magnífica educación, de la cual discrepábamos con nuestros padres, como siempre ha sucedido, hemos llegado a crear una sociedad de unos pocos multimillonarios y muchos miles de millones de pobres. Hemos creado una pirámide cuya base, nosotros, se ve aplastada por nuestros representantes —el Ayuntamiento, la Comunidad autónoma, el Gobierno Central, el Gobierno Europeo, la ONU— que, además de llenar las cuentas de Suiza a su nombre, están cogidos por los menudillos por los grandes bancos, sicavs y fondos de inversión, todos por encima de los primeros. Y unos y otros están bajo el yugo de las agencias de calificación que mueven los hilos a su antojo. Somos capaces de arruinar países por inducción externa y codicia interna. Somos capaces de mantener una Constitución que defiende el derecho a la vivienda mientras no derogamos otras leyes que permiten desahuciar a los deudores de la base piramidal: a los grandes empresarios se les han cancelado sus deudas comprándoles, los propios bancos, a precios siderales, los inmuebles que esperaban recalificar y que ahora no valen lo que el metro cuadrado de sumidero.
Nuestras generaciones del pasado reciente, vivieron una revolución industrial que cambiaron por completo la vida y a los ciudadanos. La tecnología desarrollada en el siglo XIX, simbolizada por Prometeo, Titán de la mitología griega, que robó el fuego a Zeus para dárselo a los humanos, es el símbolo de este crecimiento y del nacimiento de un nuevo ser humano, que no dudó en luchar para conseguir las mejoras laborales y sociales que creía que en justicia le correspondían, y que nosotros nos hemos encargado de dilapidar. Nuestros antepasados directos, no se quedaron con las ganas y nos abocaron a dos guerras mundiales —y a una civil, en el ámbito doméstico—. Temas de poder, económicos, raciales y religiosos siempre suelen estar de por medio.  La liquidación sistemática de seres humanos durante el tiempo que nos ha tocado vivir, no ha de ser un acontecimiento ajeno a nosotros, como no debería haberlo sido para nuestros padres y abuelos. Ahora nos llenamos la boca diciendo que llevamos casi setenta años de paz, algo impensable en la historia de occidente. Mentira. Primero se olvidan, no sé si con premeditación, de las guerras de la antigua Yugoslavia entre 1991 y 2001 —ayer—. Ahora, como si fuera un partido de futbol, unos nos hemos apuntado al carro de los israelís  y otros al de los palestinos, en una guerra que interesa a la opinión pública porque a alguien, de nuestra generación, le interesa que interese, pero a nosotros, tan asépticos que para orinar nos ponemos guantes de látex, nos olvidamos de hablar de BIRMANIA (en guerra desde 1948), de COLOMBIA (en guerra desde 1964), de la INDIA (en guerra desde 1967), de las Islas FILIPINAS (en guerra desde 1969), de SRI LANKA (en guerra desde 1983), de TURQUÍA (en guerra desde 1984), de UGANDA (en guerra desde 1986), de SOMALIA (en guerra desde 1988), de ARGELIA (en guerra desde 1992), de REPÚBLICA DEL CONGO (en guerra desde 1998), de RUSIA (en guerra desde 1999), de AFGANISTÁN (en guerra desde 2001), de NIGERIA (en guerra desde 2001), de PAKISTÁN (en guerra desde 2001), de IRAK (en guerra desde 2003), de SUDÁN (en guerra desde 2003), de TAILANDIA (en guerra desde 2004), de YEMEN (en guerra desde 2004), del CHAD (en guerra desde 2006) de la REPÚB. CENTROAFRICANA (en guerra desde 2006) o de ETIOPÍA (en guerra desde 2007). Claro que todos estos países son la alfombra de la base de la pirámide donde estamos cómodamente asfixiados por encima de ellos.
Nuestra generación, queramos o no, está educada bajo costumbres de postguerra. El profesor era un dios, pues lo sabía todo. Tenía el poder supremo en la clase, poder que le otorgaba saberlo todo y la disciplina que se le permitía aplicar con la aquiescencia de nuestros padres. Era el reino del silencio: solo se nos permitía hablar cuando se nos preguntaba. Era el reino del alineamiento total: pupitres colocados cual escuadrón militar en pleno desfile. El profesor en una tarima, púlpito de quien debía aleccionarnos. Se permitía el castigo, incluso el azote, muy aplaudido en su momento por nuestros abuelos o nuestros padres (los que ya tenemos una edad). Pues toda esa disciplina nos ha llevado al mundo maravilloso de hoy. Tú, que tienes un trabajo que te gusta, aunque en toda tu adolescencia soñases que narices querías ser de mayor —algunos sí, por supuesto—, pero la vida vino así, y tú la aprovechaste. Y te endeudaste hasta las cejas para comprarte una vivienda que has terminado de pagar hace poco, al inicio de tu vejez, o que todavía pagas. Has amortizado una tropelía de préstamos para coches, motos, neveras, viajes, barquitas, mejoras en la casa, en los coches y en las barquitas, muebles para la casa, estudios de los hijos… Y esto te ha llevado a la necesidad de mejorar tu estatus, es decir, entrar en la dinámica que interesa al capitalismo. Al verte ahogado, tu salida ha sido mejorar en el trabajo. Has luchado, estudiado, traicionado o no, y te has situado donde te crees que querías. Has pensado que eras una persona libre durante toda tu vida, pero no estabas haciendo más que lo que no te quedaba otro remedio que hacer: lo que el sistema tenía establecido para ti. Porque, satisfacer los deseos subrepticiamente inoculados, no ha sido un acto de libertad, sino un acto de vasallaje.
En nuestro mundo, matamos a las mujeres por celos, robamos por codicia a todos los contribuyentes y nos endeudamos de por vida por placer. ¿Con qué fuerza moral podemos educar a nuestros hijos e hijas?
Hemos destrozado paisajes, hemos eliminado millones de hectáreas de vida vegetal, hemos contaminado la tierra hasta el punto de romper su equilibrio. Hemos convertido a los animales en mercancía o en objetos de exposición. Las carnicerías y pescaderías no significan más que un puesto de mercado para nosotros, cuando en realidad es la más absoluta exposición pornográfica de carne proveniente de la tortura y del especismo. Se han acabado las granjas con gallinas que alternan el picoteo de piedrecillas y gusanos con la puesta de huevos; los cerdos guarreando en las zonas húmedas de la granja; el gallo despertando al vecindario y este agradecido de que lo haga. Disfrutamos de ver unas veinte mil muertes al año en películas a las que ya hemos quitado los rombos de antaño. Convivimos con chorizos de traje y corbata a los que hemos votado y aun así seguimos sonriendo por si nos hacen partícipes. Vendemos una gran educación a nuestros vástagos, pero esta no nos permite saludar al ciudadano que nos encontramos en el ascensor.  No podemos excedernos al practicar el código de conducta con una persona del sexo opuesto bajo peligro de ser acusados de acoso. No permite levantarnos del asiento de un autobús para que se siente una persona con más necesidad de acomodo. Esta misma educación que intentamos inculcar a nuestra descendencia no nos permite circular con el coche sin insultar, procurar que no nos adelanten, acribillar a bocinazos porque nos repatea que accedan a la rotonda cuando yo entraba en ella a sesenta km/h. Si nuestros hijos suspenden, los profesores tienen mucho que ver, si aprueban, no tienen que ver nada en absoluto, etc.
Este mundo que tenemos y en el cual vivimos, y del que nos quejamos continuamente, lo hemos creado nosotros con nuestra educación, nuestros conocimientos y nuestra estructura mental tardomoderna[2]. La misma con la que intentamos educar, y por eso saltan chispas, a nuestros adolescentes. Es decir, pretendemos mejorar un rotundo fracaso. Para conseguir un fracaso perfecto, lo que equivale a una perfecta ruina.

Nuestros adolescentes han empezado a conformar una nueva especie, un nuevo ser humano. Fracasaremos en el intento de que sean un nosotros mejorados. Son otros, diferentes, les queda poco de nuestros valores abstractos: nación, patriotismo, honor, iglesia, mercado, clase, proletariado, etc. Pero, cuidado, no han olvidado ni los principios, ni los valores, ni la diferencia entre el bien y el mal. Son otros seres humanos que han empezado a caminar paralelos a nosotros y no como una continuación de nuestros pasos.
Para empezar, se han dado cuenta que cuanto más crecemos —principio básico de la economía— más cerca están sus dinosaurios progenitores y la tierra que debe ser su herencia de autoextinguirse. El peso de las alforjas neoliberales está a punto de doblar las patas de los burros que las sostenemos, y ellos no quieren llevar esa carga, su paso se caracteriza por la liviandad, fluidez y agilidad.
El profesor —que por lo general ya pertenece a esta nueva generación —, exponente de la sapiencia en otro tiempo, es ahora uno más de la clase donde es incapaz, porque no es el representante del poder, de explicar un tema con el silencio y atención de todos los alumnos. Ahora, el profesor tiene muchos menos conocimientos de los que cualquier alumno puede descargar de la red en unos segundos, lo que le quita poder. Los libros de texto son tan excelentes que llevan remarcados en colores o cuadros especiales lo que debe aprender el alumno para aprobar, lo que evita tener que leer, subrayar, esquematizar, sintetizar y estudiar. Basta escuchar, o no, y leer las síntesis de los libros. Cualquier aclaración o ampliación es solo cuestión de un motor de búsqueda. Esto da a los alumnos y a los profesores una sensación de tratar entre iguales, unos intentando aprender y otros intentando enseñar, cada uno con su rol, ni más ni menos elevado uno que otro, por eso la relación profesor-alumno es cercana, amistosa, con el tuteo como norma.
Los pupitres no están alineados con tiralíneas, a veces en grupos, a veces por pares, a veces en círculo, a veces en cuadrilátero… Cualquier disposición es buena: no hay que tener los brazos cruzados ni levantarse cuando entra el profesor —bueno eso no es necesario porque suelen estar todos de pie y alborozados—.
Las relaciones con sus amigos no tienen nada que ver con las que tenemos nosotros. Como he dicho al principio, escriben mejor con dos pulgares que nosotros con diez dedos. Su interacción no se limita a la clase o al recreo, sino que continúa durante el resto de la jornada a través de las redes sociales o el WhatsApp. Por otra parte, no sabemos si resulta más prudente acercarse a alguien que no conocemos de forma virtual pues puede resultar menos peligroso.
Los antediluvianos progenitores, pensamos que esta forma de comunicación impersonal y solitaria, lleva al adolescente a la frustración más absoluta y a las psicopatías más peligrosas, pero no es cierto. No es nuestro cerebro el que interactúa con estos métodos, es el suyo. Cuando los mayores se entrometen nada bueno sale de ello: falsos alias para engatusar a adolescentes, engaños para estafar, acaparamiento de fotos lascivas, solo para una mente tardomoderna enferma… Pero los adolescentes no tienen nuestros esquemas. Les gusta mostrarse en sus fotos y no ven ningún mal en ello, simplemente porque no lo hay. Solo lo hay si se entromete un ser en vías de extinción.
Con este sistema de comunicación también está naciendo un nuevo idioma, que quizás llegue a ser más universal que cualquier otro. El vocabulario media, unido a los anglicismos llovidos de la informática, de los asesores americanos del buen rollito, y de los anuncios televisivos —hay pocos anuncios cuyos productos publicitados no sean superpower & pure, megapplefresh, plussensation o un body mik para un new look maternity—, junto con las abreviaturas onomatopéyicas y su tendencia a economizar esfuerzos en los chats, crearán un nuevo idioma único. Y no se escandalicen los puristas. Los idiomas han ido evolucionando con los siglos hasta diferenciarse claramente unos de otros, incluso manteniendo la misma raíz, y siguen evolucionando y cambiando día a día. Los libros no se introdujeron hasta la invención de la imprenta en 1440, a principios del Renacimiento; hasta entonces todo se había copiado manualmente o aprendido de memoria. Ahora las páginas son electrónicas y el conocimiento está al alcance de un botón. Muy pronto las traducciones automáticas estarán tan perfeccionadas que el idioma no será un problema y se traducirá lo escrito en tiempo real. El problema idiomático que ocasiona el trato directo, en persona, se dará de cada vez menos. En la relación a través de las redes sociales y los chats, no se dará en absoluto. Esto que estoy argumentando es tan bueno o malo como lo fue la revolución industrial, el impresionismo, el modernismo o el postmodernismo, es decir unas filosofías, técnicas y procedimientos cuestionados o denostados en su momento, con todo tipo de arcaicos argumentos, y que en la actualidad están plenamente aceptados, incluso se mal mira al que no participa de esta opinión. Por eso, en un futuro no muy lejano, Internet, WhatsApp, las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, Pinterest, Linkedin, etc., serán aplaudidos por una sociedad nacida para su uso. Incluso serán vistos como raros los que opongan algún “pero”.
Los adolescentes razonan, y mucho. No se les puede dar órdenes sin su debida reflexión. Aunque un niño saque malos resultados escolares, puede que por vago, mal encauzado o por padecer algún problema pedagógico, es capaz de razonar incluso más que cualquier eminencia de nuestra época. Su cerebro está estructurado de otra forma, aunque los neurólogos todavía no hayan publicado su nuevo mapa cerebral. Pronto, este cambio caracterológico se irá convirtiendo en un cambio genético, temperamental, ofreciéndonos un nuevo ser humano.
Un nuevo ser humano preocupado por el ecosistema, por “su” ecosistema y de “su” sociedad dentro de este. Recuperará la fabricación artesanal de herramientas, juguetes y utensilios domésticos. Se ocupará de su reparación y no de sustituir el objeto por uno nuevo como mandan los cánones actuales. Tendrán sus pequeñas granjas donde las gallinas picotearán entre huevo y huevo y las ovejas pacerán ociosamente hasta que nos den su lana. Pero habrá una pequeña-gran diferencia con este idílico mundo del parecido pasado, y es que estarán interconectados. Su mundo virtual será más real que nunca. Los productos se ofrecerán en la red y serán vendidos o cambiados por otros ofertados de la misma manera. Dejarán de comer hamburguesas y salchichas para lo cual se crían y torturan en cautividad miles de millones de cerdos, terneras, corderos, etc., para comer lo criado o cultivado ecológicamente. Dejarán de consumir productos cuya fabricación o uso destruya la capa de ozono. Se plantarán ante el acoso a animales en peligro de extinción. Las adolescentes, que un día serán mujeres, estarán en idéntico nivel al género masculino, si no más arriba en algunos campos y, sobre todo, más seguras.
El nuevo ser humano estará más ocioso. Para la inmensa mayoría su trabajo consistirá en teclear y observar un PC o un MAC. Otras computadoras fabricarán los productos de consumo. Este ocio lo dedicaran a autoabastecerse en la medida de lo posible, a reencontrarse con la naturaleza, a observar nuevamente las estrellas al permitir que la intoxicación lumínica de las ciudades se reduzca a lo estrictamente necesario. Utilizarán energías alternativas  a la vez que irán desapareciendo las convencionales e insostenibles. Serán capaces de amar lo que produzcan, lo que posean, y ser felices con ello. No necesitarán todo lo que nos ofrecen los siniestros y falaces publicistas a cambio de nuestras almas, para colmar todos nuestros deseos cuyos señuelos hemos mordido, creyendo con ello alcanzar la felicidad.
El nuevo ser humano es peligrosísimo para la sociedad tardomoderna. El dominio, por acercamiento y complicidad, de los sitemas de comunicación social a través de red han puesto al borde del aneurisma a la clase política, cuando de repente, nacido de esta técnica les ha aparecido un grupo que amenaza, con un arma que les es completamente desconocida, con arrancar sus bocas de lamprea de todo aquello que genera dinero en un país. O surjan nuevas políticas que conviertan a las actuales en obsoletas. De momento, a los políticos les ha entrado la risa tonta, de superioridad acojonada, y han dado órdenes concretas para que destruyan a ese ser “virtual”. No saben que de cada día más, este será el funcionamiento de los jóvenes. Y que no les valdrá de nada mandar al grupo de especialistas informáticos de la Guardia Civil a interceptar a posibles usurpadores de sus canonjías. Ni tampoco servirá de nada la connivencia de los poderes fácticos con los grupos desestabilizadores, los traficantes de droga, las pandillas violentas, las leyes coercitivas, todos dispuestos para persuadirnos de que la juventud va mal y hay que corregirla, con mano dura si es necesario. La falsa estigmatización con acusaciones de drogadicción, de exceso de consumo de alcohol, de anarquía o nihilismo, no son más que artimañas para hacerles perder toda credibilidad. Y los padres, nosotros, dispuestos a echar una mano al susanito de la cúspide de la pirámide, e imponer nuestras ideas a nuestros hijos, para persuadirles de que sigan por nuestro camino. No es que vayan por un camino diferente, son ellos mismos que son siatintos: ¡Son otros! Nuestros argumentos son los que nos han llevado hasta la situación que hoy padecemos. ¿Son válidos para nuestros hijos? No. Rotundamente, no.
Si un hijo nuestro, de la edad que sea, nos dice algo parecido a lo anterior, nos quitará de un plumazo la razón y los débiles argumentos que la sostenían.

Para que no se me tache de demagógico, retórico y sofista, quiero aportar una posible forma de actuar. Aceptemos esta nueva especie humana; colaboremos en su crecimiento; pensemos que es positivo su desarrollo desde ahora mismo, y que no tengan que pasar cien años para que alguien pueda darse cuenta de su razón. No riñamos a los niños y niñas porque están “colgados” de las redes sociales —su concepto de amistad no es el que tenía Montagne con La Boétie, ni siquiera el nuestro—. Simplemente, hacedles ver que, aún hoy y rodeados de dinosaurios, viven en una sociedad que ellos están cambiando, pero que los cambios no son abruptos, y mientras estos se producen tienen que convivir con lo que hay, que somos nosotros, y que los quehaceres que ocasiona la convivencia deben ser compartidos, y que deben cumplir con los compromisos adquiridos para con sus ascendientes y sus coetáneos. Si el más importante ha sido la aprobación del curso, y lo han conseguido, él o ella ha cumplido, cumplamos también nosotros: dejémosles en standby por unas semanas. No discutamos por minucias. Su reino ya no es de nuestro mundo. Limitémonos a observar y a intervenir cuando sea estrictamente necesario. Y, sobre todo, aprendamos de ellos.

Colau

P. S.: Este post se publica con casi veinte años de retraso. A algunos tardomodernos nos cuesta entender las cosas.


[1] Parafraseo del soneto “Érase un hombre a una nariz pegado” de Francisco de  Quevedo.
[2] Adjetivo utilizado por Byung-Chul Han para definir al ser humano de generaciones anteriores a los años ochenta. La sociedad del cansancio. Herder, Barcelona, 2012. 1ª edición, 3ª impresión.
n.

sábado, 2 de agosto de 2014

Economía y ecología: un mismo prefijo





Escribir sobre economía y ecología al mismo tiempo supone inocular, mediante post, cierta dosis de dicotomía entre mis millones de lectores y, cuando esto sucede, recibo un número insospechado de peticiones de baja de la lista de correo del blog. No sabéis la cantidad de lectores que se dan de baja cuando publico algo contrario a sus ideas o creencias. Son los gajes de abordar temas tan sensibles y desconocer los vericuetos de la hipocresía. En este caso, esto significaría contentar a ambas corrientes de pensamiento, y no lo voy a hacer, pero hoy me he levantado con cierta tendencia a la inmolación. Es normal, el ser humano tiene la conciencia del “yo” extraordinariamente desarrollada: todos nos sentimos algo absoluto. No nos gusta someternos a límites pues formamos parte de los seres vivos y como tales la expansión es inherente a nuestros organismos, para conseguirlo utilizamos los recursos que nos rodean, los que sean necesarios, aún con el peligro de agotarlos.
Todos, dentro de nuestra modestia innata, nos empequeñecemos ante la inmensidad del espacio y el tiempo. Nos concebimos simplemente como un punto en el universo, tan vulnerables como mortales y, lo peor, uno más entre otros. Pero una vez que tocamos con los pies en el suelo, nos damos cuenta de que estamos rodeados de otros humanos, que pertenecemos a una sociedad y que tenemos una relaciones personales, a veces delicadas, incluso problemáticas y conflictivas, pero las tenemos.
Para aliviar estas desdichas, el hombre siempre ha sentido un deseo de emancipación, de grandeza y de poder. Pero nuestra moral exige justificaciones racionales —o divinas—, deducciones universales que conviertan el deseo en necesidad y esta en realidad cotidiana, todo ello  bajo los conceptos físicos que ha adquirido. Descartes, uno de los personajes más destacados de la revolución científica, otorga “patente de corso” al ser humano al afirmar en la sexta parte de su Discurso del método:

 “[…] Conociendo la fuerza y las acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros […] los empleemos de igual forma para todos aquellos usos que sean propios, y por este medio nos convertimos en dueños y señores de la naturaleza”. 

            Y para rematar la faena y ponérselo en bandeja a los “emprendedores” del renacimiento, añade lo siguiente:

“El dominio de nuestra voluntad […] nos hace de algún modo semejantes a Dios, porque nos hace dueños de nosotros mismos”.

            La justificación racional que ofrece Descartes, avala el nacimiento de lo que se daría en llamar “el poder industrial”. Como suele suceder con los poderes, han sido adoptados históricamente por una serie de regímenes totalitarios que pretendían crear un hombre nuevo y, como consecuencia de ello, ponerlos al servicio de una guerra total. Los mecanismos que explican el extraordinario dinamismo de la sociedad moderna, y a partir de ahí su insaciable sed de energía, son los mismos que explican su tendencia a la autodestrucción. Puesto que este dinamismo tropieza con los límites del planeta, lo que parece que han olvidado los miles de seres humanos que extraen de él sus recursos y lanzan sus residuos.
            ¿Supondrá, el pensamiento ecológico, el declive de la necesidad de la explotación natural o, independientemente de cualquier reflexión en este sentido, nuestros descendientes se verán abocados a un declive mucho más sombrío? Entremos en materia, que para eso hemos venido.

            Las palabras economía y ecología comparten el mismo prefijo: “ECO”, que procede del griego oikos y significa casa o ámbito. Mientras que al añadirle la raíz griega nomos, que significa ley, creamos un vocablo —economía— que bien podemos definir como el conjunto de leyes, normas, costumbres, etc., mediante las cuales se administran los bienes de la casa, del estado o de cualquier ámbito del devenir humano. Llevo guantes profilácticos al escribir esto. Me los quito.
            En la actualidad ECONOMÍA es igual a CRECIMIENTO. Por lo tanto hemos quitado de un plumazo —delte, clear, remove— la entrañable palabra PROGRESO, pues tenía el inconveniente de evocar un futuro orientado al BIENESTAR SOCIAL. Para alcanzar este crecimiento la economía ha puesto a su servicio a todas las ciencias naturales y a todas las técnicas científicas. Si bien —no todo es vicio y perversión en Sodoma— la investigación científica no se ha rendido a poner el desarrollo al servicio incondicional de la economía. El discurso económico moderno se ve rebatido por un discurso científico rival constituido por las disciplinas relacionadas con la ECOLOGÍA.
            Si al prefijo oikos le añadimos la raíz logia, que significa “estudio de”, y lo juntamos todo, nos queda la palabra acuñada por el alemán Erns Haeckel[1] en 1866, y que significa el estudio de la casa o del hábitat de los seres vivos. Hemos de dejar claro que esta definición en la práctica no se reduce a un movimiento militante. Va mucho más allá, es un enfoque eminentemente científico. Cambia la idea de cada organismo considerado como un todo, por una visión relacional en la que todo está constituido por cierta cantidad de seres vivos y su medio. Para ello, ya en 1935, Arthur Tansley[2] creó el neologismo ECOSISTEMA, como la asociación de un conjunto de especies vivas y un biotipo (lugar de vida) conjunto de factores no vivos.
           
            Pero hablemos un poco más de economía, que se lo merece. La economía abarca todo lo que tiene un precio y reconoce que su límite no va más allá del punto en que no tiene nada que contar —€—. Los efectos externos quedan fuera de su ámbito, son considerados daños colaterales, o ni siquiera son considerados, me refiero a los recursos que explota del planeta, a los residuos que vierte, e incluso a la disminución de la calidad de vida humana sin que la economía la contabilice. La economía no tiene en cuenta las consecuencias de lo que hace, tanto si se sitúan en la naturaleza como en la sociedad. Se toma la libertad de aumentar ilimitadamente la producción material y la explotación del medio ambiente. Mientras tanto, para la ecología, su oikos es todo el planeta: los rayos del sol, las capas de la atmósfera, las profundidades del océano…, y tiene efectos para el individuo al introducirse este en ecosistemas relacionales de los que forma parte. El ámbito de la ecología va mucho más allá de los límites del rendimiento. Es un conjunto de sistemas y corrientes que desbordan con mucho los de la economía de mercado. Como ejemplo clásico atendamos a la cobertura forestal del planeta, y sus relaciones con el ciclo del carbono y del agua, con el estado del suelo y la biodiversidad, etc., que es muy valiosa, pero no tiene precio de mercado, a diferencia de la madera que se extrae de ella.
            El pensamiento económico intenta mantenerse como definición legítima de la realidad. La sociedad del rendimiento a la que nos integramos, divertidos y realizados, creyéndonos libres de haber elegido lo que hacemos y lo que pensamos, y con el objetivo claro de satisfacer unos deseos que también creemos tener por iniciativa propia cuando, en realidad, toda la maquinaria económica depende de este estado desiderativo despendolado que vivimos, convirtiendo en deseo irrefrenable cualquier idiotez publicitada, hipotecando el sueldo y el alma —si acaso existe— por viviendas, coches, vestidos, gadgets imprescindibles, diversión mediática, etc., que creemos querer por gusto y no por inducción. El arma secreta de la economía es que a la inmensa mayoría de representantes públicos —los que nosotros hemos querido— les importa un rábano la ecología, por mucho que se les llene la boca de hierba al hablar. Lo único verde que reconocen está en los billetes de cien euros. Quizás estoy exagerando,  disculpad los muchos, muchísimos de vosotros que estáis sensibilizados con el medio ambiente y la ecología, y ponéis vuestro granito de arena en el reciclaje, la reforestación y en la conservación de lo poco que va quedando indemne, pero, desgraciadamente, susceptible de convertirse en combustible para atizar el crecimiento.
            Vamos a jugar a pitia de Delfos. Puede suceder que en el futuro el pensamiento económico se mantenga, simplemente como definición legítima de la realidad, pero puede suceder, y esto está en manos de muchos, porque pocos son los ricos, de que el pensamiento de la ecología globalizadora predominará sobre el pensamiento económico. Debemos tener muchísimo cuidado en este aspecto, ya que la economía, en un intento de mantener su ser, ha llegado a ciertos compromisos con la ecología asumiendo la piadosa y perversa expresión de “DESARROLLO SOSTENIBLE”. Y esto, conociendo su carácter —recordemos la rana y el escorpión—,[3] puede suponer que la economía tenga en cuenta los efectos externos para darles un valor de mercado, es decir, de aprovechar la ecología en beneficio propio. Lo que nos abocaría irremediablemente a la autoinmolación, a excepción de unos pocos profetas del crecimiento que quizás se hayan creado su propia burbuja más allá de donde Ícaro voló. Donde la soledad será el único bien que les quedará por explotar.
            Si ahora apareciera el The End la película acabaría muy mal. Pensemos en otro final. Es posible que en el futuro se desarrollen ciencias y técnicas pensando en la ecología. Aceptemos que los conocimientos ecológicos actuales se deben a avances científicos que se apoyan en instrumentos y técnicas y, por si fuera poco, las disciplinas científicas derivadas de la ecología ponen de manifiesto formas complejas de interdependencia. Tengamos en cuenta, como apuntaba Cornelius Castoriadis,[4] que la ecología es subversiva, dado que pone en cuestión el imaginario capitalista que impera en el mundo. La ecología, además, rechaza el lema principal de la economía, que afirma que nuestro destino consiste en aumentar sin cesar la producción y el consumo. A la vez que muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista sobre el medio ambiente natural y sobre la vida de los seres humanos. Lo que nos lleva a pensar, no sé si racional o utópicamente, que el capitalismo no es inmutable, no existe al margen de las sociedades en las que se desarrolla, por lo que ha sufrido y seguirá sufriendo cambios —afortunadamente—. Sobre todo, si es capaz de corregir sus cuatro grandes errores, a saber: creer que el hombre no forma parte de la naturaleza; creer que donde hay racionalidad no hay desmesura; ignorar que la vida social es también el hábitat del ser humano y, finalmente, creer que el deseo de existir de manera incondicional y absoluta puede, incluso debe, cumplirse realmente. Esta convicción solo puede provocar la destrucción de formas de existencia pacíficas.
Quiera el sentido común que hagamos algo, que nos impliquemos, y cambiemos el rendimiento y el cansancio de una vida dedicada a financiar deseos francamente baladís, por la cultura del goce de los bienes acumulados en nuestro hatillo vital. No existe felicidad mientras deseamos lo que no tenemos: no le hagamos el juego al vendedor de quimeras.

Colau




[1] Ernst Heinrich Philip August Haeckel (Potsdam, 16 de febrero de 1834 - Jena, 9 de agosto de 1919) fue un naturalista y filósofo alemán que popularizó el trabajo de Charles Darwin en Alemania, creando nuevos términos como "phylum" y "ecología."
 
[2] Sir Arthur George Tansley ( 15 de agosto de 1871 - 25 de noviembre de 1955) fue un botánico inglés, que fue pionero en la ciencia de la ecología. Impuso y defendió el término ecosistema en 1935, y ecotopo en 1939. Fue uno de los fundadores de la "British Ecological Society", y editor del Journal of Ecology, por veinte años.

[3] El escorpión y la rana es una fábula de origen desconocido, aunque atribuida a Esopo. En ella un escorpión le pide a una rana que le ayude a cruzar el río prometiéndole no hacerle ningún daño. La rana accede subiéndole a sus espaldas pero cuando están a mitad del trayecto el escorpión pica a la rana. Ésta le pregunta incrédula "¿cómo has podido hacer algo así?, ahora moriremos los dos" ante lo que el escorpión se disculpa "no he tenido elección, es mi naturaleza".

[4] Cornelius Castoriadis (Estambul, 11 de marzo de 1922 - París, 26 de diciembre de 1997) fue un filósofo y psicoanalista, defensor del concepto de autonomía política y fundador en los años 40 del grupo político Socialismo o barbarie y de la revista del mismo nombre, de tendencias próximas al luxemburguismo y al consejismo. Posteriormente abandonaría el marxismo, para adoptar una filosofía original y una posición cercana al autonomismo y al socialismo libertario.